Los jóvenes de veinte años morían de agotamiento, y el tifus y los piojos se instalaron en nosotros. Solo los heridos tenían todavía una posibilidad de escapar de este infierno. Solo se deseaba una muerte sin dolor. Algunos se provocaban heridas con la esperanza de ser evacuados como heridos, otros saltaban de sus posiciones y se exponían hasta que eran segados por los francotiradores. Solo los que poseían nervios de acero podrían sobrevivir.
Algunos desertaron por pánico, hambre o mera desesperación. Quizá pensaban que podrían escapar de la bolsa de esta forma. Pero eran prendidos y ejecutados, o puestos a despejar campos de minas en una compañía de castigo.
Por Dios, ya no pensábamos en la victoria y nos conformábamos con sobrevivir. Hasta ahora había sido posible que el que lo necesitara podía retirarse con las cocinas de campaña, dormir toda una noche y asearse de la acumulación se suciedad de una semana de lucha. En el frío el mal olor no era tan malo aunque persistía la sensación estar como un cerdo en la cochiquera. Cambiarse de ropa interior y escribir tranquilamente una carta a casa eran actividades de gran importancia, que al menos nos hacían parecer un poco más civilizados. Luego por la tarde volvíamos con las cocinas de campaña y traíamos las últimas noticias.
Ahora totalmente sucios y hacinados vivíamos como ratas en nuestros agujeros, peor que la gente en la Edad de Piedra. Nuestra principal ocupación era intentar aplastar al piojo más grande. Tras aplastar a cien en la manga de mi casaca dejé de contarlos. Una tarde, cuando nos traían las raciones un par de rusos entraron en la trinchera y se comieron el contenido de una cazuela, se cagaron en ella y luego se fueron a sus líneas. Aparte de robar comida no hubo bajas; también esto era la guerra.
Obviamente en los puestos de mando había búnkeres con calefacción, agua y letrinas. Si no estuviéramos bajo el fuego de la artillería uno podría estirar un poco las piernas por aquella zona. Los hombres de las unidades de servicios lo pasaban mejor. Sufrían menos hambre, lo que podría explicar que hubiera más de ellos entre los que contaron la historia de Stalingrado.