El combate fue encarnizado. Se derrochó valor y corrió la sangre en ambos bandos. El esfuerzo principal otomano se llevaba a cabo, una vez más, en el puesto del coronel Mas, donde los soldados turcos trataban de arrollar el encajado terraplenado y arrojar al foso los grandes cestones de tierra con cuerdas. Entre tanto, llovían las piedras y los artefactos incendiarios entre asaltantes y defensores.
Desde San Ángel, al otro lado del Gran Puerto, los artilleros de la plataforma artillera hacían todo lo que podían por ayudar a los defensores que luchaban en aquel espolón, causando un gran daño a los atacantes. Los arcabuceros apostados en el parapeto del caballero causaron gran daño en las filas cristianas, apuntando sus armas a aquellos que parecían tener mando. Los defensores, ocupados en repeler a los asaltantes, bajaban la guardia y se descubrían, poniéndose a tiro de los tiradores de élite otomanos.
Muchos oficiales cristianos murieron así esa mañana. Los defensores, imposibilitados de bajar a la plaza de armas a por pólvora, tenían que quitársela a los muertos para seguir disparando sus armas. Ante la situación crítica que se vivía en el puesto del coronel Mas acudieron partidas de refuerzo de otros puestos y, desesperados, organizaron un contragolpe con el que obligaron a los asaltantes a retirarse de nuevo al foso. Ante el desconcierto de los bajás, que daban ya el fuerte por ganado, se dio orden de cancelar el ataque y las tropas otomanas se retiraron perplejas a sus trincheras.
Había sido la mañana más sangrienta de todo el asedio. Murieron 2.000 soldados turcos y resultaron heridos otros tantos. Por parte cristiana habían tenido que lamentar la muerte de 500 hombres, entre ellos la mayor parte los oficiales. Para entonces, quedaban en pie en San Telmo unos 100 hombres, la mayoría heridos, sin municiones, sin esperanza de recibir refuerzos y sin tener, casi, donde cobijarse…