El hambre era ya un peligro mayor que el enemigo. Lo que más a mano tenían los soldados eran los caballos moribundos, pero tenían que ser rápidos porque se congelaban en minutos. A este respecto dice Bourgogne:
Cuando nos deteníamos a comer algo lo más rápidamente posible, sangrábamos a los caballos que iban quedando abandonados, o los que podían ser sacrificados sin ser vistos. La sangre se vertía en una cacerola, se cocinaba y se consumía. Pero a menudo nos vimos obligados a comérnosla antes de que hubiese tiempo de cocinarla. O se daba la orden de marcha o los rusos caían sobre nosotros.
En este último caso no les prestábamos mucha atención. En alguna ocasión he visto a hombres comiendo tranquilamente mientras otros disparaban a los rusos para mantenerlos a distancia. Pero cuando la orden era imperativa y nos veíamos obligados a marchar, nos llevábamos la cacerola con nosotros y, mientras caminábamos, cada hombre metía las manos y tomaba lo que quería; a consecuencia de ello las caras quedaban untadas de sangre.