La casi completa españolidad de ambas orillas del estrecho de Gibraltar −mucho más ancho que el Bósforo, Dardanelos o Suez− evitó el control absoluto de su tráfico tanto por un bando como por el otro.
A pesar de ello los aliados contaron con mayor presencia en él gracias su colonia de Gibraltar, un pequeño pero formidable bastión encajado en la esquina nororiental del estrecho. Esta base naval, con su aeropuerto, sus atalayas y sus constantes patrullas de destructores permitieron a los británicos vigilar la puerta del Mediterráneo y negarle el tránsito a los buques del Eje, que pocas veces se atrevieron a forzar el bloqueo. Pero esta supremacía en la superficie no se reflejó en las profundidades ya que el complejo intercambio de aguas entre el Atlántico y el Mediterráneo permitió a los submarinos italianos y alemanes usar sus fuertes corrientes y remolinos para pasar desapercibidos o escapar de encarnizadas persecuciones.
Sin tener un conocimiento pormenorizado de la dinámica de las aguas en el estrecho −los estudios fueron realizados a finales del siglo XX y principios del XXI− los capitanes de submarinos italianos conocían, groso modo, sus secretos. Esto les permitió cruzar el estrecho valiéndose de infinidad de artimañas siempre que las condiciones fueran propicias, como la de dejarse arrastrar por las corrientes con los motores apagados, por ejemplo. Uno de los comandantes, el teniente de navío Junio Valerio Borghese, llegó a conocer tan bien esa zona que no solo la atravesó varias veces, sino que realizó cuatro incursiones contra la base de Gibraltar, alcanzando tres veces el extremo septentrional de la bahía de Algeciras burlando la estrecha vigilancia de los patrulleros británicos.