El segundo tipo de evaluaciones era cualitativo. En este particular las ventajas se inclinan del lado de Estados Unidos y de la OTAN, basadas en su claro liderazgo tecnológico en el campo de batalla. Para finales de los años 1980 los principales carros de batalla de la OTAN eran el M-1 Abrams (Estados Unidos), el Leopard II (Alemania), y el Challenger (Gran Bretaña). Todos eran más que un rival para los T-80 soviéticos: más maniobrables, más espaciosos para la tripulación y con sistemas de fijación de blancos láser muchos más precisos. En el aire, de forma análoga, los cazas norteamericanos F-15 y F-16 superaban claramente al MiG-25 Foxbat soviético. Los aviones soviéticos carecían generalmente de capacidad todo tiempo, llevaban menos cantidad de armas, su alcance era menor, eran más difíciles de volar y necesitaban más mantenimiento que los aviones norteamericanos. En términos de apoyo a tierra el A-10 Thunderbolt norteamericano era el mejor, un extraordinario destructor de carros de combate armado con bombas, misiles aire tierra y un espectacular cañón Gatling que podía efectuar 4.200 disparos por minuto con proyectiles mortíferos para los carros9. En los años 1980 prácticamente todos los aviones tácticos estadounidenses llevaban munición guiada de alta precisión (PGM) o «bombas inteligentes», utilizando sistemas de guiado por láser para dirigir las bombas a sus objetivos. Finalmente, estaba la tecnología «Stealth», encarnada en el cazabombardero F-117. Casi invisible al radar enemigo probó su valía durante la primera noche de la Operación Tormenta del Desierto, penetrando en el espacio aéreo iraquí y destruyendo el cuartel general de la defensa aérea en Bagdad.
En cualquier conflicto entre la OTAN y el Pacto de Varsovia ambos bandos hubieran tenido que combatir sometidos a las restricciones de una guerra de coaliciones, con consecuencias impredecibles.