Gran acierto tuvo el general Sanjurjo en anexionar el cargo de jefe supremo de las Intervenciones al de jefe de Estado Mayor General. Si el autor no hubiese ejercido estos dos cargos, las dificultades del desarme hubieran sido insuperables. La férrea tenacidad, la convicción absoluta de que todos nuestros fracasos en Marruecos tuvieron por causa el no abordar con energía el desarme tras la victoria, fue idea alojada firmemente en el ponderado cerebro y en el alma inabordable a las componendas y mixtificaciones que constituyó la unión Sanjurjo – Goded.
Se avanzaba victoriosamente, sin recelo, sin mirar atrás, porque las cabilas de retaguardia habían quedado desarmadas. ¿Cómo? Pues con la sencilla fórmula: cada moro, un fusil. Claro es que este sencillo sistema necesitaba inteligente vigilancia, constante intervención sin desmayos ni descanso; por eso merecen la gratitud de España los jefes y oficiales de las Intervenciones Militares, que ostentaban con orgullo la gorra verde, porque la labor que desarrollaron bajo la dirección de su jefe, el general Goded, fue el factor más interesante de la pacificación.
Los hombres civiles y militares que nos habíamos interesado por el magno problema de Marruecos seguimos con interés las etapas de la guerra en sus tres últimos años, acrecentándose el interés ante la forma y manera de asentar jalones firmes de la paz, y no creyendo muchos, entre ellos algunos conspicuos, en el desarme, se sonreían al asegurar Sanjurjo y Goded que no quedaría un fusil en poder de los moros y que la pacificación sería completa. En aquellos que no conocen la morbosa envidia, la sonrisa se convirtió en un gesto placentero, y a los que les molesta la gloria y el triunfo ajenos, la sonrisa se trocó en olímpico desdén.
El autor del prólogo, que tiene por costumbre rendir tributo a la verdad, que él concibe, vuelve a repetir la afirmación: «Al fundirse dos cuerpos en una sola alma guerrera surgió la luz en el brumoso horizonte de Marruecos». ¿De qué hubiese servido el heroísmo de nuestros generales, jefes, oficiales y soldados? ¿De qué hubiese servido la resistencia en sufrir penalidades si se hubiese continuado después de la victoria con los enervantes altos en la marcha?
Aunque hubiésemos llegado a la paz por cansancio, no sería duradera sin el absoluto desarme impuesto por la férrea voluntad y energía de esos dos gloriosos cuerpos fundidos en un alma que irradió la paz en las cabilas todas de nuestro Protectorado. El autor, que a sus méritos une el de la modestia, termina su libro con atinadas consideraciones sobre nuestro carácter individualista, que nos lleva a personificar, y en ocasión del glorioso suceso para España de haber dado término a cruenta campaña que duró dieciocho años, no había de faltar en quién encarnar, en quién simbolizar el glorioso título de pacificador. El pacificador, asevera el autor, ha sido el soldado español de todas las jerarquías. Sí, desde luego; pero el prologuista añade, para terminar también sus cuartillas, que de la conjunción de dos cerebros en pensamiento y en ejecución resultó la paz: para hallar los dos cerebros y descubrirse ante ellos en homenaje debido no hay que esforzarse mucho…
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