La visibilidad era buena. Sin embargo, las nubes se cerraban a unos 3.000 metros y, aunque había algunos claros, proporcionaban un buen lugar donde ocultarse a aparatos
enemigos que se acercaran.
A las 10:24 llegó por el tubo acústico la orden de iniciar el lanzamiento. El oficial de operaciones aéreas agitó una bandera blanca y el primer caza Zero ganó velocidad y abandonó zumbando la cubierta. Al instante, un vigía exclamó: «¡Bombarderos en picado!». Levanté la vista y divisé tres negros aviones enemigos que picaban contra nuestro barco.
Algunas de nuestras ametralladoras consiguieron dispararles algunas ráfagas frenéticas, pero era demasiado tarde. Las rechonchas siluetas de los bombarderos en picado «Dauntless» norteamericanos aumentaron rápidamente su tamaño y, de repente, varios objetos negros se separaron espeluznantemente de sus alas. ¡Bombas! ¡Venían directamente hacia mí! Me dejé caer intuitivamente sobre cubierta y me arrastré tras el mantelete de un puesto de mando.
Al terrorífico alarido de los bombarderos en picado siguió la devastadora explosión de un impacto directo. Hubo un fogonazo cegador y, a continuación, una segunda explosión aún más fuerte que la primera. Fui sacudido por una sobrecogedora onda de aire caliente. Aún hubo otra sacudida, pero menos fuerte; al parecer, una bomba que falló por poco. Entonces siguió una llamativa calma con el cese repentino de los aullidos de las armas. Me levanté y miré al cielo. Los aviones enemigos ya estaban fuera de la vista.