No solo perjudicaba el estado de las tropas alemanas a su capacidad y voluntad de atacar, sino que también las hacía mucho menos fiables a la defensiva contra los contraataques locales soviéticos. Y lo más preocupante de todo era el efecto de los T-34 soviéticos, que mostraban una notable capacidad para mantener su velocidad en el hielo y en la nieve.
Mantener la línea contra estas formidables máquinas había sido siempre un desafío para la infantería alemana, pero en los estadios finales de la ofensiva hacia Moscú había muy pocos cañones contracarro en primera línea (en parte como resultado de las pérdidas y en parte porque el avance continuaba a expensas de no llevar al frente equipo pesado). Con la moral alemana tan baja, el resultado fue que el «pánico a los carros de combate» se convirtió en una de las mayores amenazas para las unidades debilitadas y pobremente equipadas.
Se sabía que el cañón contracarro de 37 mm estándar era inefectivo a menos que tuviese la fortuna de alcanzar puntos débiles tales como el lugar del mantelete donde se fijaba la ametralladora. Las soluciones más comúnmente discutidas fueron emplear el poderoso cañón antiaéreo de 88 mm en el rol de defensa terrestre o traer los cañones pesados K18 de 100 mm de la sección de artillería. Sin embargo, su número era muy reducido (622 cañones de 88 mm y 300 cañones de 100 mm al inicio de la Operación Barbarroja) y ambos eran voluminosos, pesados y presentaban un gran perfil.
Esto significaba que llevaba mucho tiempo traer estos cañones al frente y construir emplazamientos para ellos, que solo funcionaban si la ubicación del ataque soviético podía preverse con antelación. Emplear un cañón de 88 mm sin poder atrincherarlo primero, como sucedió tantas veces una vez que se congeló el suelo, exponía a su dotación y al propio cañón a un riesgo mucho más alto debido a que el perfil (y por tanto el blanco) era muy alto…