Al día siguiente volvimos a estar de escolta, pero con B-17. Era una tarea, porque teníamos que volar lentamente para mantener nuestra posición y proteger el flanco de la formación de bombarderos. Si nos atacaban no teníamos energía cinética ni velocidad para maniobrar. En cualquier caso, debíamos mantener cuidadosamente la distancia con los B-17 de la Octava Fuerza Aérea, cuyos artilleros tenían un gatillo tan fácil como desbordante era su imaginación en cuanto a sus supuestas victorias, ¡a toro pasado!
El objetivo de los norteamericanos era la playa de maniobras de la estación de Ruan. El fuego antiaéreo no era más virulento de lo habitual, pero, al parecer, el bombardero líder perdió el control y, a su orden, toda la formación de 130 Fortalezas arrojó sus bombas, provocando una alfombra mortal de explosiones y fuego que comenzó mucho antes de la orilla izquierda del Sena, cruzando muy al sur de la playa de maniobras y dejando casi indemne el objetivo de la incursión. En cambio, cientos de casas derruidas ardieron hasta llegar a los mismos pies de la catedral. Gracias a Dios, su esbelta aguja parecía intacta. ¿Cuántos civiles compatriotas morirán para nada ante nuestros ojos? Una rabia asesina se apoderó de mi garganta. Grité por radio para que todos lo oyesen, que los norteamericanos eran unos hijos de put@, unos b@stardos sin piedad ni moral.
Max me llamó al orden y me ordenó que me callase, que mantuviese mi lugar en la formación o que volviese a la base. Max se dio cuenta de que había estado muy cerca de dispararles a los B-17. Logré contenerme y volví solo a Detling, ciego de ira. Con aliados así no necesitábamos enemigos. El bombardeo de alfombra es criminal.