El emperador ya estaba allí con su estado mayor. Nos detuvimos y vimos a nuestra izquierda un inmenso cementerio. Tras esperar un momento, salió de Moscú el mariscal Duroc, que acababa de entrar, y dirigiéndose al emperador le presentó a varios habitantes que sabían hablar francés.
El emperador los interrogó; entonces el mariscal le dijo a su majestad que en el Kremlin había un gran número de personas armadas, de las que la mayoría eran criminales liberados de las prisiones; habían estado disparando contra la caballería de Murat, que formaba la vanguardia. A pesar de darles varias órdenes persistieron en mantener sus puertas cerradas.
«Estos desgraciados», dijo el mariscal, «están todos borrachos y no atienden a razones».
«Abre las puertas a cañonazos», replicó el emperador, «y expulsa a todo aquel que encuentres tras ellas».
Ya se había procedido a ello —lo había hecho el propio Murat: dos disparos de cañón y la canalla fue dispersada por toda la ciudad. Seguidamente Murat continuó con su progreso, hostigando duramente a la retaguardia rusa.
Se dio entonces la orden de «Garde-à-vous!» [¡Atención!], precedida por el redoblar de los tambores de la Guardia, la señal para entrar en la ciudad. Eran las tres de la tarde, e hicimos nuestra entrada marchando en columnas cerradas con las bandas de música tocando al frente.