Vati Schultze echó un vistazo y bajó el periscopio. A continuación, volvió a subirlo, pisó el pedal derecho y éste giró automáticamente 360 grados. Schultze se encontraba en la torre de mando, en el interior de la vela, yo estaba debajo de él, en la sala de control, asegurándome de que sus órdenes se cumpliesen correctamente. Se abrieron las compuertas delanteras de los tubos lanzatorpedos. Sin levantar la voz, el comandante habló con su primer oficial, que estaba a cargo del ordenador de torpedos, dispositivo con el que se calculaba la solución de tiro. Este aparato transmitía el ángulo del rumbo a través de los tubos a los calibradores de los torpedos; se trataba de giroscopios neumáticos que se ponían en marcha al disparar el torpedo y lo dirigían en la dirección deseada. En el interior del submarino no se oía una mosca. Sólo los motores eléctricos que nos impulsaban bajo el agua emitían un levísimo zumbido. Avanzamos lentamente. La tensión se respiraba en el ambiente. Las órdenes a los motores y al timón eran cada vez más frecuentes. Asomé la cabeza por la escotilla. «¿Todo bien, Kaleu?».
Vati asintió. «Estamos bastante a babor; en cinco minutos estaré listo para disparar».
«¿Mucha escolta?», le pregunté.
Vati asintió. «¡Suficiente, vamos allá!». El comandante levantó de nuevo el periscopio y echó un vistazo. «Tubos del uno al cuatro, ¡preparados! Tubo uno, ¡fuego! Tubo dos, ¡fuego! Tres: ¡Fuego! Cuatro: ¡Fuego!».