De esta manera, ante la proximidad de los cartagineses, el ejército hispano se desplegó tomando las posiciones más ventajosas que pudo para hacer frente a los hombres de Amílcar Barca, que no tardaron en presentarse mediante la llegada de la avanzadilla de los jinetes númidas que era seguida a corta distancia por la caballería pesada comandada por Himilcón, que se colocó a un lado de la llanura.
Amílcar hacía desfilar a sus tropas para que los enemigos fueran conscientes de lo que se les venía encima. Acto seguido compareció la infantería con sus relucientes corazas y cascos de bronce. El caudillo cartaginés, había imaginado el tremendo impacto que podían producir los elefantes de guerra en aquellas gentes, en consecuencia los había escondido en un pequeño bosque de encinas, como había hecho en la última batalla ante las murallas de Tunis contra Mato y sus insurrectos.
Sin más demoras que las justas, Amílcar dispuso dos formaciones de falange compuestas por hoplitas libio-fenicios, tras sus enormes escudos redondos, y con las largas sarisas preparadas en el centro de su formación. Para reforzar su posición, en sus flancos situó, formados en apretadas filas en orden cerrado, dos columnas de infantería pesada compuesta por los espartanos y los itálicos, en cuadros de sintagmas, armados con corazas de bronce, escudos, cascos y toda la parafernalia militar helénica habitual; a cuyo lado se situó el príncipe Naravas con sus dos mil jinetes númidas.
Los dos ejércitos estaban formados y enfrentados. El espectáculo bélico era soberbio. Antes de comenzar la batalla Amílcar, que no temía el combate a pesar de que los turdetanos, celtas y lusitanos casi triplicaban sus fuerzas, envió parlamentarios al campo enemigo para intentar negociar la paz. Temía masacrar a los hispanos, y si pensaba fundar una nueva raza con las mujeres de Isphanya, era mal camino a seguir por cuanto no era conveniente que los varones propagaran la idea de que los meridionales habían llegado a sus tierras para exterminarlos y robarles a las viudas…