Ese día, 6 de noviembre, había una densa niebla y más de veintidós grados bajo cero. Nuestros labios se habían helado, nuestros sesos también; toda la atmósfera era gélida. Soplaba un viento terrible y la nieve caía en enormes copos. No solo perdimos de vista el cielo, también a los hombres que caminaban delante de nosotros.
El gran Ejército se va agotando y diezmando un poco más cada día. El viento corta como una navaja de afeitar. El frío hace que los miembros sean tan frágiles como el alabastro. El hielo suelda los párpados y los dedos se quedan pegados al acero de las armas. Las articulaciones de los pies y de las manos se quiebran a la menor torsión. Para apropiarse más fácilmente de la ropa de los muertos no hay que esperar a que los cuerpos se congelen. Más de uno es despojado antes de exhalar su último aliento….