El panzer de cabeza, Jochen II, se enfrentaba a un cañón contracarro. Estaban próximos al centro del pueblo, una plaza en la que convergían cinco calles. «Se veían barricadas», recordaba, con «franceses corriendo de un lado para otro». El carro de delante disparaba desde el borde de la plaza principal, mientras que «mi panzer se encuentra 10 metros por detrás, desplazado un poco a un lado para mantener despejado su propio campo de tiro». Su tirador disparó a dos pequeñas tanquetas Renault, incendiándolas, «cuando, de repente, se desató el infierno en el cruce»: «Hay disparos desde la izquierda, bocanadas de humo a la derecha y fogonazos de cañón en el frente. ¿Dónde disparar primero?». Los cañones contracarro, de baja silueta y bien camuflados, eran difíciles de detectar.

El Jochen II arde, el tirador (un suboficial) estaba muerto y el operador de radio seguía dentro del panzer «con el pie volado, además de otras heridas graves en las piernas». El volátil panzer en llamas, con su depósito de combustible y su dotación de munición, «podía saltar por los aires» en cualquier momento. Un cabo «logra lo que es prácticamente imposible», recordaba Behr: se puso una máscara antigás y se arrastró al interior del compartimento, logrando sacar al operador de radio. «Entonces se produce un tremendo crepitar de la munición, que estalla, y el carro queda totalmente calcinado. Con él se consume el tirador muerto, al que no pudimos recuperar. Su carro de combate se convirtió en una verdadera tumba de hierro».

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