Von Senger había sabido que vendría la invasión. Todos lo habían sabido y habían estado planificando para ello durante meses trabajando en los despliegues y en los planes de maniobra. ¿Qué hacer si los italianos abandonaban? ¿Si? Mas bien quería decir cuándo. Se secó la frente con el pañuelo.
Y ahora estaba ahí. Había decidido hacer un reconocimiento personal, la más antigua de todas las tradiciones militares prusianas. El generalFrido von Senger und Etterlin, nacido en Baden, había estado en el ejercito el tiempo suficiente como para conocer su obligación. Mientras ascendía la pequeña cota que se alzaba al norte de Licata miró hacia el mar. No podía ser. Se frotó los ojos. Pero era. Una vista increíble. ¡Barcos! Cientos de ellos, tal vez miles, más barcos de los que había visto en toda su vida; podían ser perfectamente todos los barcos del mundo. La playa, frente a él, ya estaba llena de soldados estadounidenses avanzando por ella. Había oído que en Túnez se habían desempeñado decentemente, al menos al final, pero no podía saberlo porque en ese momento estaba en Rusia. Y jamás había visto tantos aviones en el aire. Algunos de ellos tenían formas extrañas, pero parecían bastante rápidos. Pensó que había ocasiones en Rusia en las que ver tan solo un avión de la Luftwaffe sobrevolándolos había sido motivo suficiente para una celebración. La impresión causada por el hecho de hallarse en presencia de tanto poder era abrumadora. En ese momento la mente de Senger adquirió una certeza total: «esta isla está perdida». Y también la guerra.