Se envió un grupo de asalto a volar la entrada trasera, que estaba protegida por la estructura del búnker y fuera del alcance del fuego directo. La escuadra se abrió paso hasta su objetivo, vació su lanzallamas y lanzó una carga satchel. Pero nada de esto surtió efecto, ni tampoco un segundo intento, ni un tercero con una carga de demolición más potente. En un último esfuerzo, el capitán Joseph T. Samuels, jefe de la Compañía I, envió al soldado Ralph G. Riley al búnker con el último lanzallamas para que lo rociase «con unos cuantos chorros más». Con el lanzallamas a la espalda, el soldado Riley corrió 75 metros bajo el fuego y se dejó caer en un cráter de obús a modo de cobertura. El lanzallamas no funcionó, así que trató de pensar en la «acción inmediata» adecuada.
Volvió a abrir la válvula, acercó una cerilla encendida a la boquilla y dirigió el chorro de fuego hacia la base de la puerta. Justo en ese momento comenzó a llegar fuego de artillería enemigo procedente Crisbecq y el capitán Samuels pensó que el ataque había fracasado. De repente, el soldado Riley oyó un chasquido, diferente del sonido de los disparos de fusil que había a su alrededor. Pronto le siguieron explosiones en el interior del búnker. La munición había estallado a causa de esos «cuantos chorros más» del lanzallamas.