Me quedé atónito. ¡Había derribado a dos boches! Estaba, al mismo tiempo, rebosante de orgullo y temblando de los nervios reprimidos, que ahora estaban a flor de piel. ¿Y Martell? ¿Qué había sido de él? Volvería a pensar que lo había dejado en la estacada. El cielo estaba vacío. Aunque empezaba a acostumbrarme, volvió a sorprenderme el fenómeno de esta repentina desaparición de todos los aviones. Los Focke Wulf, que tal vez se habían hartado, descendían hacia su base y empezaban a fundirse con el paisaje 3.000 metros por debajo de mí.
¡Se habían ido todos… salvo uno! Mirando hacia arriba pude ver, muy por encima de mí, un Spitfire –probablemente el de Martell- y aquel famoso Focke Wulf amarillo. Fue una exhibición fascinante –toda la gama de acrobacias aéreas; giros Immelmann, toneles rápidos-, la panoplia completa. Pero ninguno de los dos lograba situarse en posición ventajosa respecto del otro. De repente, como si se hubiesen puesto de acuerdo, se giraron y se enfrentaron. Era una auténtica locura. El Spitfire y el 190 cargaron uno sobre otro disparándose con todo lo que tenían. El primero en romper estaba perdido, exponiendo inevitablemente su aparato al fuego del otro.
Conteniendo la respiración, vi en como en el momento de una colisión inminente se estremecía el Focke Wulf, sacudido por el impacto de los proyectiles y luego se desintegraba en un instante. El Spitfire voló milagrosamente indemne a través de la lluvia de restos en llamas que se precipitaban a tierra. El piloto saltó y abrió su paracaídas. No había durado más que unos segundos.
Martell y yo regresamos juntos, pero yo estaba muy falto de combustible y tuve que aterrizar en Shoreham para repostar. Estaba todavía tan excitado y exaltado que por poco no acaba mi aterrizaje en catástrofe. La pista del aeródromo era muy corta para un Spitfire IX y tuve que frenar con tal brusquedad que casi se desprende mi tren de aterrizaje.
Rodé hasta el camión cisterna que había junto a la torre de control, corté contacto y bajé a tierra con aire de superioridad, como si se pudiese leer en mi cara que acababa de derribar a dos aviones enemigos. No pude resistir la tentación de llamar a Biggin Hill desde la oficina de guardia, en parte para hacerles saber que estaba sano y salvo, pero, sobre todo, por el placer de anunciarlo de manera informal (con una mirada disimulada alrededor de la gente de la oficina):
«¡Ah!, por cierto, he derribado un par de Focke Wulf». Un poco infantil, tal vez, pero nada desagradable.
Hice mi primer tonel de victoria sobre el área de dispersión de Biggin Hill con un ánimo casi devoto. Martell confirmó mi primer éxito. Había visto cómo el Focke Wulf se incendiaba. El segundo lo confirmaría seguramente la película de la cámara del ala….
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