Una vez en Sant’Ambrogio, a la entrada del valle de Susa, el duque fue protagonista de una verdadera innovación militar al ordenar que se repartiesen 15 mosquetes por compañía de infantería, que según dice Mendoza, «fue cosa de gran servicio en la guerra y para hacer mucho efecto», o como afirma Quatrefages, «los famosos mosquetes que intrigaron tanto a toda Europa».
Hoy diríamos que las dotó de una sección de armas pesadas. Por entonces, el mosquete, una suerte de arcabuz pesado, solía utilizarse únicamente como arma de fuego fija en las bordas de las embarcaciones o en los muros de las fortalezas. Era la primera vez que iba a emplearse en gran cantidad como arma de fuego portátil táctica (con uso de horquilla) en las de unidades de infantería y con excelentes resultados, especialmente en la batalla de Jemmingen, como habrá ocasión de ver en el Capítulo 3.
El abad de Brantome también destaca esta novedad cuando habla de «esos gruesos mosquetes que se vieron los primeros en guerra en las compañías […] [y que] aturdieron mucho a los flamencos cuando sintieron su sonido en las orejas». Fueron en total 567 mosquetes repartidos entre todas las banderas de infantería de los tercios viejos. Cada arma iba acompañada de su equipo respectivo: frascos, frasquillos, molde de pelotas, horquilla, vara y sacapelotas, y rascador. Se repartieron 168 entre las compañías de los Tercios de Sicilia y Cerdeña, 137 entre las del Tercio de Lombardía y 197 entre las del Tercio de Nápoles.
El peso del equipo hizo que la mayoría de los mosqueteros se desprendiese del peto y quedase únicamente con jubones o coletos de cuero….