Los hombres se dispersaron como el viento. Aguantando la respiración, agarré cuidadosamente el proyectil y me giré hacia la escotilla, temeroso de tropezar con algo o de que se me cayese. Todavía estaba caliente, pero parecía que entumeciese mis manos y mi corazón.
Era tan peligroso como pesado y tenía que salir del vehículo sin que se me resbalase de las
manos. Cuando se erguí sobre mi asiento y comencé a salir por la escotilla pude ver claramente el proyectil. Examinándolo, vi que no tenía espoleta en la punta. Miré en su parte trasera, pero tampoco había allí nada salvo el culote del elemento trazador. Grité con alegría a mis tripulantes, «¡muchachos, salid! ¡Está defectuoso!», y arrojé el proyectil al suelo.
Cambiamos el SU-85 a otra posición que ofrecía una mayor ventaja para observar la localidad y abrimos fuego contra emplazamientos probables de cañones contracarro. Los alemanes devolvieron el fugo de inmediato, obligándonos a volver a cambiar de posición cada vez que efectuábamos dos o tres disparos. Intercambiamos fuego con los cañones enemigos por espacio de una hora, esperando que esto apoyase, de algún modo, a las tripulaciones de los cañones autopropulsados atascados en el barro, pero no sabíamos nada de ellos y no podíamos contactarlos por radio porque la nuestra estaba destruida. De forma inesperada, sobrevoló el bosque una escuadrilla de aviones Il-2 de ataque al suelo.
Tras efectuar varias pasadas, alcanzaron a los alemanes en Paryduby con bombas y fuego de ametralladora. Fue entonces cuando vimos a un individuo arrastrarse hacia nosotros procedente del lugar donde estaban atascados los SU-85. Era Petya Kuznetsov, un soldado del destacamento de subfusiles agregado a la batería de Zotov. Había resultado herido por impactos de bala en ambas piernas. «Soy el único superviviente»…