Las tripulaciones pasaron los dos días posteriores a la llegada disponiendo los emplazamientos de las principales posiciones de fuego y dos posiciones de reserva para cada cañón autopropulsado. Completamos esta infernal tarea casi sin descanso, anticipándonos a que el enemigo pudiera lanzar en cualquier momento su ofensiva.
Debido al calor insoportable, nuestras guerreras estaban empapadas de sudor y nos atormentaba la sed; un quinto miembro de la tripulación que quedaba ocioso –no teníamos palas para todos- no daba a basto para traernos agua. Tras haber camuflado la última posición y haber quedado satisfechos con el trabajo, nos sentamos al fin a descansar. Teníamos las manos llenas de ampollas, pero estábamos de muy buen ánimo –¡los alemanes no nos pillarían desprevenidos!
Las tripulaciones pasaron días enteros preparando afanosamente un plan de fuego y haciendo ejercicios para su correcta implantación. De forma simultánea, observé atentamente a mi tripulación y a la sección durante todo este tiempo, examinando veladamente la reacción de los hombres a las distintas situaciones a medida que éstas se producían: ahora una incursión aérea, luego un bombardeo de artillería… y, especialmente, cuando disparaban las lanzaderas de cohetes Nebelwerfer alemanas, ya que eran capaces de estremecer a cualquiera con sus aullidos.
Pero por encima de todo, no perdí de vista a mi tirador, del que tanto dependería en combate. Por fortuna, el sargento mayor Valeriy Korolev, que era el tripulante más joven, se comportaba de forma calmada, no retemblaba con las explosiones y no buscaba ponerse a cubierto si no había necesidad. El resto de los miembros de la tripulación tenían experiencia de combate previa, así que confiaba en ellos.